7/10/16

Terence Mc Kenna



La Ciencia ha desdeñado tradicionalmente las fantasías apocalípticas de la religión. Desde la perspectiva científica, el tiempo final únicamente puede suponer un período entrópico carente de cambios. La ciencia ha elegido creer que la totalidad de los procesos únicamente terminan por corromperse y caer en la entropía en un futuro extremadamente distante. La noción de entropía implica que las leyes del continuo espacio-tiempo se extienden lineal e infinitamente hacia el futuro.

En el modelo espiral del tiempo que yo propongo, esta proposición resulta inválida. Para mí, el tiempo final implica abandonar un conjunto de normas que condicionan nuestra existencia para adoptar otras radicalmente diferentes.

El universo es visto entonces como una serie de épocas o eras compartimentalizadas Las distintas épocas se hallan regidas por leyes muy diferentes entre sí, y las transiciones entre una y otra época se producen con una inesperada brusquedad.

La aceptación de esta hipótesis implica comprender el lugar que uno ocupa en esta espiral del tiempo y anticipar cuándo tendrán lugar las transiciones a nuevas épocas. El estudio de la geohistoria apoya esta tesis. Nuestro planeta tiene cinco o seis billones de años. La formación del universo inorgánico ocuparía el primer giro de la espiral. A continuación surge la aparición de la vida. Si examinamos nuestro planeta, (de hecho, el único planeta que podemos examinar con cierta profundidad), descubriremos que los procesos incrementan progresivamente tanto su complejidad como su velocidad.

Nuestro planeta vaga en el espacio durante los dos billones de años previos al surgimiento de la vida. La vida supone una nueva cualidad emergente. En el instante que aparece la vida, un torbellino enloquecido se pone en marcha. Nacen y mueren especies de modo incesante. Este panorama se prolonga por espacio de un billón de años y medio hasta que, de pronto, un nuevo fenómeno emerge: aparecen las especies dotadas de inteligencia. Esta nueva era del pensamiento resulta muy breve en comparación con las etapas precedentes: apenas un centenar de miles de años separan el pedernal afilado de las naves espaciales. Como resulta previsible, en esta época surge una nueva serie de leyes. La emergencia de la novedosa psicofísica permite a nuestra especie manifestar ciertas propiedades peculiares: el lenguaje, la escritura, el sueño o el desarrollo de la filosofía.

Al igual que las serpientes de cascabel o los álamos, los seres humanos están hechos de ADN. Y sin embargo somos capaces de liberar las mismas energías que iluminan los planetas. O de crear una temperatura cero. Y lo hacemos, además, en la superficie de nuestro planeta. Si somos capaces de tales hazañas es porque, a pesar de haber sido creados del barro, nuestras mentes han aprendido a extender nuestros límites con la ayuda de herramientas. Las herramientas nos permiten liberar energías que normalmente ocurren bajo condiciones muy diferentes. Un ejemplo de ello lo constituyen los procesos de fusión, que usualmente tienen lugar en el centro de las estrellas.

Para realizar todo esto nos valemos de la mente. ¿Y qué es la mente? No tenemos pista alguna al respecto. No han transcurrido más que veinte mil años entre los cazadores nómadas y la cibernética y los vuelos espaciales. Cada vez vamos más deprisa y se avecinan nuevas espirales. Cien años entre el Ford-T y la nave estelar. Sesenta años entre una velocidad terrenal máxima de cincuenta kilómetros por hora a otra de trece kilómetros por segundo.

Los aspectos más sorprendentes y excitantes de esta teoría se refieren a la predicción de los cambios de época más próximos en el tiempo, sobre los que existe coincidencia entre la "Ola del Tiempo" (Timewave) y el recuerdo histórico. La "Ola del Tiempo" muestra a veces un cuando menos sorprendente parecido con los datos históricos. Así, por ejemplo, la predicción de que en el 21 de diciembre del año 2.012 de nuestra era tendrán lugar acontecimientos de la máxima novedad coincide extrañamente con la fecha final del calendario maya. ¿Por qué razón un individuo del siglo veinte coincide con una vieja civilización mesoamericana a la hora de fijar una fecha en la que se producirá la transformación del mundo? ¿Se deberá ello a la coincidencia en el uso de hongos psicodélicos? ¿Será tan simple la respuesta? Personalmente, no lo creo. Más bien sospecho que cuando inspeccionemos la estructura más profunda de nuestro inconsciente haremos el inesperado descubrimiento de que está ordenada de manera idéntica al universo del que forma parte. Es ésta una noción que, a pesar de su naturaleza inicialmente sorprendente, muy pronto es percibida como obvia, natural e inevitable.

Establecer una analogía con las dunas del desierto quizás ayude a comprender mejor este fenómeno. Las dunas tienen la interesante particularidad de que se asemejan a su fuerza creadora, el viento. Cada uno de sus granos de arena podría ser comparado a los bits de un ordenador. El viento sería entonces el dispositivo de entrada de datos que dispone los granos de arena hasta convertirlos en una plantilla a menor escala dimensional de un fenómeno superior, en este caso el propio viento.
Esto no tiene nada de mágico y ha sido bien explicado: el viento, una fuerza variable en el tiempo, moldea la forma de la duna, una estructura variable en el espacio. En mi opinión, los organismos son como granos de arena dispuestos según el flujo y la presión de los vientos del tiempo.

Consecuentemente, tales organismos llevan en sí la marca de las variables inherentes al medio temporal en que surgieron y se desarrollaron. El ADN actuaría como la pizarra desnuda en la que se inscribe la secuencia y las diferencias relativas de las cambiantes variables temporales. De ello se deduce que aquéllas técnicas, como el yoga o el uso de plantas psicodélicas, centradas en las relaciones energéticas existentes en el interior de un organismo dotado de vida, tendrían la facultad de otorgar el conocimiento profundo de la naturaleza variable del tiempo.

La secuencia del rey Wen del I Ching es producto de este tipo de conocimiento. La cultura humana se constituye en una curva de creciente potencialidad. En nuestro torturado siglo esta curva se ha disparado de modo vertical. El ser humano se ha constituido en una amenaza para todas las especies del planeta. Cada especie del planeta se apercibe de la existencia de los materiales radioactivos que hemos acumulado por todas partes. El planeta, como ente sensible que es, está en disposición de responder a tales atropellos. Con tres billones de años de existencia, dispone de numerosas opciones. Nosotros, no.

Nacido en 1946, el autor y explorador Terence Mc Kenna estudió durante tres décadas los fundamentos ontológicos del chamanismo y la etno-farmacología de la transformación espiritual. Tras graduarse en Ecología, Conservación de los Recursos y Chamanismo por la universidad de Berkeley, California, viajó extensivamente por las regiones tropicales de Asia y América, investigando exhaustivamente los fenómenos chamánicos y la etno-medicina de la cuenca del Amazonas. Terence McKenna publicó más de una decena de libros, entre los que destacan títulos como The Archaic Revival, History Ends in Green y Food of the Gods, The Search for the original Tree of Knowledge. Su última obra, Maya Cosmogenesis 2012: The True Meaning of the Maya Calendar End-Date, se editó en 1998. Murió el 3 de Abril de 2000 en San Rafael, California, víctima de un cáncer.
de ART FUTURA 1992
http://deoxy.org/mckenna.htmhttp://deoxy.org/mckenna.htm

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