2/9/13

Irse. Antonio Orihuela

narración primera

elementos de producción crítica


 Nunca termino de irme aunque cada vez me parece todo más ajeno, más chico y limitado en lo esencial mientras el pueblo continúa desperezándose como un gigante que hubiera dormido cien años y ahora despertara destrozando unas ropas que se le han quedado pequeñas.

Yo fui el primero de la familia que empezó a irse, y digo empezó porque todos, pasados y presentes, terminábamos volviendo. Volvió Antonio de Orihuela “el camellero”, mote que trajo de Arequipa, de donde aún no termino de explicarme cómo llegó cargado con un barco de llamas que soltó en el Coto de Doñana con la esperanza de poder venderlas no sé si como animales de tiro o como bestias exóticas y que se le fueron muriendo entre las fiebres de la marisma y un calor al que su naturaleza no debía estar del todo acostumbrada. Volvieron las fotos de los tíos en Santa Clara, cuando la guerra de Cuba, con una carta en la que el inventor de los campos de concentración agradecía a la familia los servicios prestados a la patria y la sangre derramada de sus hijos más queridos, los mimos que veinte años más tarde volvían a un nuevo matadero, esta vez en Marruecos, porque, como dijo su majestad borbónica, la carne de gallina sale barata.
También volvió el tío Antonio “Zaragoza”, que tocaba jotas con la nariz por un vaso de vino en las tabernas, y los abuelos, cabizbajos y sombríos para siempre, tras haber enterrado las ilusiones de varias generaciones en la batalla del Ebro… Cómo era la guerra, solía preguntarles de niño. No sé, hijo, yo solo disparaba sin apuntar ni nada, era la único que tenías que hacer si no querías que algún alférez dudara de tu patriotismo y te metiera un tiro por la espalda. Disparar y disparar hasta que te decían que pararas, no había más. También volvieron mis padres desde una playa cerca de Cullera y hasta había gente en el pueblo que, cuando tenía que salir de él, prefería hacerlo en taxi, aunque tuviera coche propio, por si no encontraban nunca más el camino de regreso solos.
Mucha gente emigró en los años sesenta buscando un futuro que se pareciera a lo que decían por la radio y se veía en el cine que era el futuro, pero el gigante dormido tuvo la suerte o la desgracia que decidieron traerle casi a su mismo sueño el sueño de los que escapaban hacia el norte buscando la prosperidad, y el gigante empezó a despertarse al ruido de las fábricas y la gente dejaba tirado el arado en el campo porque ese era, precisamente, lo que se veía en el cine que había que hacer para alcanzar el bienestar porque, la libertad, eso, era harina de otro costal. Así, cuando yo era niño, encontré un campo aún medio aletargado, un espacio que se contraponía al pueblo con claridad, con silencio, con un abandono que desapareció hace mucho, cuando el gigante olió el perfume de las fresas que entonces eran pequeñitas y silvestres y apenas si otro sueño como el que le contaban a los niños pobres de la posguerra cuando les decían que en Huelva había plátanos en el mercado, aunque nunca hubieran visto uno, aunque se ignorase a qué sabían los plátanos.
El campo era un sitio donde los niños proyectábamos largas excursiones en bicicletas por caminos solitarios y polvorientos donde apenas había ocasión para cruzarse con algún campesino de vuelta de las labores del campo, envuelto en su pañuelo mozárabe y cabeceando un cante de trilla tan monótono como el mismo paisaje amarillo y arrasado que nos circundaba y encajaba en los linderos de las veredas. Era fácil perderse en aquel laberinto de sendas y pinares abandonados. Había veces que lo conseguíamos, nos poníamos entonces nerviosos y buscábamos el aire de la marisma para orientarnos, el sol de poniente que debía proyectar la sombra de las bicicletas hacia el este para saber que, por alguna extraña puerta, terminaríamos subiendo alguna colina desde la que ya se divisaba el pueblo. No existía nada más. El único motivo que tenía la gente para ir a Huelva en el autobús que rodea aún hoy la desembocadura del Tinto, aunque ya sólo viajen en él magrebíes, rumanos y polacas, era el médico. A Huelva se iba de males o cuando se aproximaban los días de la Virgen, en septiembre, para comprar ropa que estrenar en el día grande. No existía nada más. No existía España, país que, cabezonamente, después, en la escuela, nos obligaron a reconocer y ubicar con todo lujo de detalles, montañas, ríos y bosques que por mucho que se empeñaran los maestros, no podían ser entonces si no repeticiones de papel de nuestro río rojo, nuestro Molino de Viento o nuestra Cañada del Peral. Desde aquella mole de barriza y eucaliptos se veía todo lo que para nosotros tenía sentido, desde allí, a veces, bajamos a toda velocidad asustados por el mundo o por Manolito el tonto y entrábamos al pueblo por la Friseta recién asfaltada y mutilada para siempre de sus aceras de cuarcitas y pizarras que, a grandes lajas transversales y arcos de medio punto de ladrillo rojo, hacían de puente entre la calle y las casas.

A mí, en la pobreza de entonces, me parecía hermosísimo mi pueblo. La disposición de sus calles y la arquitectura popular, de casas bajas, permitían vastas perspectivas radiales que terminaban siempre chocando contra la iglesia del pueblo que, aunque desplazada del centro geométrico, sugestionaba con esta idea en su majestuosidad. Más allá, el blancor de las fachadas conectaba directamente con el amarillo de las eras, las huertas salpicadas de verde y la honda profundidad de los pinares del fondo.

Ya por entonces el aire dejó de ser el que, años después, encontraría en los libros de Juan Ramón, otro aventurero infantil solo que en burro, casi por los mismos sitios que yo tan bien conocía. Huelva terminó por no quedar lejana y rosa. Las fábricas se multiplicaban y casi podíamos tocarlas con la punta de los dedos desde el embarcadero de Santa. Empezaron también los problemas pulmonares, la caída repentina del cabello, niños que desarrollaban extraños tumores, se extendió el bocio, cánceres hasta entonces desconocidos en la zona y un largo etcétera de enfermedades que las instituciones políticas ocultaban y la propaganda oficial liquidaba ante las expectativas industriales de la zona y los puestos de trabajo que, a miles, se iban creando. Como un mal menor, o tal vez como el precio que a la entrada en la modernidad debíamos pagar, todos hicimos un poco de cómplices para que el daño ecológico y medio ambiental pudiera ser minimizado en comparación con las indudables ventajas materiales que la contaminación estaba trayendo a los salones, los mueblesbares y las neveras de las casas de los, hasta ayer, oscuros campesinos de mi pueblo. Tal vez lo terrible de esto es que aún, incluso cuando ya sólo su rastro de muerte lenta sigue impregnando la vida, el viejo gigante despierto para tantas cosas sigue siendo igual de condescendiente con las fábricas y con la impunidad de sus humos venenosos. Quizás porque ahora los gases mefíticos estén más repartidos, quizás porque los que durante treinta años los sufrieron ya hayan desaparecido o estén a punto de hacerlo en estos mismos momentos, quizás porque el pueblo se haya renovado tanto que apenas quede ninguno de aquellos nombres míticos con que adorné mi niñez y que eran, para mí, referencias mucho más precisas que los confusos nombres con que habían rebautizado todas las calles tras la guerra, aunque la gente los ignorara hasta el punto de que, muchas veces, llegaban forasteros que nos preguntaban por una calle que ignorábamos donde estaba o si de verdad existía y luego resultaba ser la misma en la que estábamos.

Ha debido venir mucha gente desde entonces a vivir aquí porque ahora, lo extraño, es que alguien recuerde alguno de aquellos nombre mágicos que eran algo más que nombres, que nombraban la topografía, la especialización artesanal, el lugar por donde amanecía o por donde se iba uno a encontrar con una fuente. Buenavista, Escribanos, Aceña, El Pozo del Consejo, que a mí se me hacía de un tiempo en el que los campesinos y los marineros, la gente libre, se reunía en Asamblea a decidir cosas en común sobre su pueblo, un tiempo que desde luego no era el mío, que tampoco lo fue luego y que tal vez solo sea del tiempo donde madura la materia de los sueños. Si alguien había muerto en mi pueblo luchando por ellos desde luego nadie estaba para recordarlo, más bien, al contrario, en aquellos últimos coletazos del nacional catolicismo que a mí me tocó vivir, lo fácil era retener las caras de quienes contribuían gozosos a perpetuar la pesadilla retrógrada y feudal que, desgraciadamente, el gigante despierto pero analfabeto hasta las asas, solo fue capaz de reproducir y continuar como si incapaz de contestar a la pesadilla, hubiera decidido entrar en ella solo que, ahora, formando parte del cortejo de los monstruos.

Muchas veces pienso que de aquel pueblo apenas me queda el sabor de los helados de Salvador, el vino de naranja de Cosme Sáenz y los pastelitos que continúa haciendo mi tío Juan. Pero también es cierto que en él llené mi infancia y primera juventud, más allá de con sus visiones, con otras que acaso fueran más mías, los libros de la biblioteca que Pepe anotaba primorosamente y guardaba en una cajita hasta que yo aparecía de nuevo para renovar el préstamo, los tebeos de la imprenta de Salvador Borrero, el cine de los domingos de invierno, tras el baño y la aburrida misa de doce de donde los chiquillos salíamos escopetados hacia la Plaza del Marqués en busca de la mejor butaca en la que fascinarnos con las historias de los tres supermanes, Tarzán o algún forajido del oeste. Unas partidas de futbolín después y vuelta a la monotonía de toda la semana, solo rota por las largas vacaciones del verano y el tiempo entonces aún más inmenso con el que uno volvía a no saber bien qué hacer.

Daniel me habla de volver cuando estamos allí, pero, a mí, me parece que, en realidad, nunca nos hemos ido, aunque tampoco podamos ya volver a casa. Se lo comentó una noche de diciembre a Luis Felipe Comendador, el escritor y editor salmantino.
Mientras paseábamos, nos hizo detener frente a ese engendro que levantaron en la calle Andalucía y rememorando a Juan Ramón le miró y le dijo: Mira, Platero, en esta casa grande nací yo. Es extraño, la única casa que tengo, a medias con el banco, está en Mérida, y es también la que menos siento como mía. Mis casas son, en realidad, la casa de mis padres y la casa de mi abuela Trinidad, donde nací y donde me gusta contar a la gente que debo ser de los pocos que aún duermen en la misma habitación que le vio nacer, cuando vuelvo.

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